4/21/2018

El cuerpo manda

A veces sentimos que nada es como debería ser, que los estudiantes no son esos focos de sabiduría y buenas costumbres que se supone, sino masas deformes que comen mal, beben en exceso, fuman de todo y hablan horrible (vivo en un barrio universitario y debo sortearlos cinco días a la semana para llegar a mi casa eso es todo). El otoño ya no te parece romántico sino infinitamente marrón y seco, el camino polvoriento y el aire espeso y mal oliente.
Pero la verdad sea dicha, no todo está perdido, aún hay pequeños agujeros que podemos rasgar y ver al otro lado. Como el martes, en que mi hija se contorsionó de ira y sin sentido por media hora porque no sabía lo que quería y tenía su voluntad más ida que la de la niña del exorcista y aunque la terapeuta y yo tratábamos de darle en “el gusto” (algún gusto) nada parecía ser de su agrado, todo lo que tenía claro era: no quiero nada, no quiero a nadie ni estar en ninguna parte. Lo que no es posible.
Nos fuimos, caminamos unas seis o 7 cuadras, mi corazón palpitando de sobra, mi respiración casi no tocaba mis pulmones, pero mi expresión era de tranquilidad, o eso creo yo. Apareció una micro en el Camino El Alba (buen nombre para un momento de tensión) y sin pensarlo dos veces y a pesar de lo llena que venía, nos subimos, dobló por Apoquindo y nos sentamos, y yo trataba de que mi corazón bajara su trabajo y no parecía suceder.
Mi hija tranquila, ida, miraba hacia afuera. Pero nada parecía darle alegría. Le ofrecí yogur y me fui mucho tiempo sujetando un pote del que ella sacaba cucharaditas. Cuando se acabó. Ya en Tobalaba, baje, bajamos. Fuimos al baño en un centro comercial y volvimos al paradero con una limonada. Tomamos otra micro.
Contra toda expectativa, habiendo quedado de pie en un ambiente mal oliente, de aire espeso y polvoriento, donde la mitad hablaba horrible y la otra mitad tenía cara de apestado; mi hija empezó a reír y continuó así mientras imaginaba no se que en las paredes texturadas de la micro. Sin embargo, cuando nos dejaron un asiento, todo cambió. Nos sentamos en uno y se desocupo el que estaba en frente y quiso ese, le pedí que no porque estaba subiendo mucha gente y volvieron los gritos: sale mamá, quiero salir de aquí, los tirones de mi ropa y empujones. Yo estoica, como asta de bandera frente a ella decía con toda la calma que mi estúpido corazón acelerado me permitía: no puedo dejarte sola, debemos llegar a casa en la micro, respira y te sentirás mejor. Habrán sido unos 10 minutos, que parecieron 20. Asumo que los pasajeros habrán estado “horrorizados” (nunca los vi), de los gritos, las cuasi contorsiones y mi supuesta paciencia.
A estas alturas, se preguntarán ¿dónde quedó el pequeño agujero que en un párrafo anterior prometí? Bueno, vino cuando ya a diez o menos minutos de llegar, le dije: canta, y mi hija con toda la pachorra que el estrés bien manejado te puede entregar cantó: lalalalaalalalaa… y una señora que me había dado ánimo con frases como: a estas horas todos estamos estresados, además del calor… le dijo: mi niña que lindo cantas, y esa frase venida de otra alma, caritativa, desinteresada y con un corazón más sensato, hizo el clic que todos necesitábamos, mi hija reaccionó, dijo, sí y volvió a cantar, le mostró su plasticina varias veces y fue reincorporándose a la civilidad. La señora no sabe lo impresionante de su actuar.
La cuestión es que esto fue el martes, y hoy por fin me doy 20 minutos para agradecerle a aquella mujer, bajita, morena y muy sonriente que logró con su empatía el que el aire llegara hasta mis pulmones.
La vida nos da sorpresas y son esenciales.

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